Hasta ayer mi vida era bastante poco excitante, un trabajo rutinario como funcionaria, con un horario de 9 a 14 horas, unos compañeros normalitos por no decir aburridos, un novio de toda la vida, una familia de las de antes, padre vendedor en una ferretería, madre ama de casa, abuela materna que es la que realmente dirige la familia y hermano mayor de los universitarios esos que nunca abandonarán la universidad tengan la edad que tengan. Tampoco soy una mujer para tirar cohetes, me sobran unos cuantos kilos, el pelo no tiene mucha gracia, no tengo mucho pecho, más bien poco y cuando me arreglo puedo ser resultona, pero casi nunca me arreglo, me da mucha pereza, y las veces que me he arreglado tampoco ha merecido la pena, Ángel, mi novio, ni se ha dado cuenta. Soy ese tipo de mujer que pasa desapercibida. Si me preguntas cual es el sueño de mi vida, me quedo en blanco, no lo sé, creo que no tengo sueños.
Ayer, como cada día me levanté a las 7 de la mañana, me duché mientras la abuela me preparaba el desayuno y comí con mi madre y ella. A la abuela desayunar bien, le parece una cuestión de estado. Mi padre ya se había ido, procura no coincidir con mi abuela, porque siempre terminan discutiendo, y mi hermano se levanta más tarde, la universidad es agotadora, sobre todo las fiestas a las que se entrega el chaval noche tras noche. Así que las tres mujeres desayunamos juntas, me preguntaron que tal se me presentaba el día, «como siempre», les dije. Mi abuela me miró y me dijo, “no me gusta esta actitud derrotista que tienes, niña”. “Abuela, no es derrotista, es que es verdad, nunca pasa nada. Siempre es igual”. Mi abuela me miró, y me dijo, “te equivocas, siempre están pasando cosas, pero no siempre somos capaces de verlas”.
Cinco minutos antes de que abriera las puertas el autobús ya estaba en la parada, es inicio de trayecto y el autobús está aparcado 15 minutos antes, al igual que todas las mañanas, coincidiendo con la misma gente prácticamente día tras día. Subí, pasé mi abono transporte y me senté en un sitio libre cerca del conductor, me gusta sentarme delante del autobús y al lado derecho, detrás y en el lado izquierdo según las estadísticas hay más heridos incluso muertos en los accidentes de tráfico.
15 paradas tenía por delante, cogí el periódico gratuito y me dispuse a leer apoyada en el cristal, tres paradas después subió un chico que se sentó a mi lado, no le presté atención hasta que me preguntó. “¿estas gafas son tuyas?”, le miré y me quedé embobada, no es que fuera guapo, era lo siguiente, ¡qué guapo!, como una visión angelical, era incluso más guapo que Brad Pitt en Leyendas de Pasión, de ojos color miel, pelo largo moreno, labios carnosos y la sonrisa, una sonrisa que me hacía sentir alas en el estómago. Ni reaccioné, no podía, creo que me temblaban hasta los cordones de las deportivas, le dije que si con la cabeza, solo para que dejara de mirarme, y me entregó unas gafas pequeñas, redonditas, con los cristales rosas. Y como no daba pie con bola, sin saber porqué me las puse. El chico me sonrió y me dijo que eran unas bonitas gafas y que me quedaban muy bien. Pensé que me tomaba el pelo, debía tener unas pintas entre la cara lavada, las ojeras, el pelo rebelde y las gafas rosas, pero él lo decía muy serio. “Eres una mujer muy guapa, debes estar acostumbrada a que te digan estas cosas”. Yo era incapaz de articular palabra, en otras circunstancias hubiera pensado que se estaba burlando de mi por lo que me decía, pero su actitud y su comportamiento me indicaban lo contrario. “Perdona, si te estoy molestando, no puedo dejar de mirarte, eres una mujer increíble, me siento muy cohibido, muy cortado a tu lado”. Que un hombre así me estuviera diciendo ese tipo de cosas, me dejaba completamente desarmada, sin palabras, era como que no me estaba pasando a mi, era todo tan extraño, incluso en un momento dado miré detrás mío, por si se lo decía a otra, no sabía si salir corriendo del autobús, pero yo no hacía ese tipo de cosas, y creo que mis piernas no me hubieran sostenido.
Cerca de la parada 7, el autobús dio un giro brusco y los dos nos golpeamos uno contra otro y nos rozamos, el corazón se me salía de la boca y se me erizaba el vello solo por el contacto con su piel, y él me miró rojo como un tomate y me dijo que no sabía que le pasaba conmigo, que deseaba hacer algo desde el primer instante en el que me vio. Me cogió la cara y me dio un beso suave en los labios, mi cara debía ser un poema, entre la sorpresa, el agrado, el temblor y el embelesamiento, casi pierdo hasta las gafas; era incapaz de moverme. Y de nuevo volvió a besarme esta vez con mucha más pasión y esta vez yo le devolví el beso, del beso pasamos a los abrazos, y de ahí a que el conductor del autobús nos llamara la atención.
Comenzó a reírse y me dijo que se llamaba Pablo, que no le había pasado algo así en toda su vida, que le perdonara, pero que era la mujer más impresionante que había conocido y que además no solo era preciosa, sino que tenía algo que le hacía perder los papeles. Yo le dije que yo no era preciosa. Y él me miró directamente a los ojos, se puso muy serio y me dijo, creo que no eres consciente de tu belleza. Sacó un espejo de su mochila y me lo puso frente a mi. Cuando yo miré el reflejo, mi reflejo, efectivamente vi una mujer muy bella, hermosa, con unos rasgos armónicos, era yo, pero no era yo, no sabría como explicarlo, esas gafas rosas eran las que me hacían ver un reflejo diferente, una belleza en mi que jamás había visto. Le miré, me miró y me volvió a besar. “No puedo dejar de besarte. Hagamos una locura”, me dijo, “ven conmigo”. Y sin decir más, me cogió la mano y bajamos del autobús justo en la parada 14.
Caminábamos por la calle cogidos de la mano, entre risas, besos, bromas, confesiones y declaraciones de amor. Todo cuanto nos rodeaba era mágico, divertido, alegre y vivo, profundamente vivo. Fuimos a un parque y nos tumbamos jugando, besándonos y abrazándonos. En su mochila tenía algo de comida y una botella de agua con gas, improvisamos un picnic en el parque. No sé el tiempo que pasó, no sé en qué estado de embriaguez mental me encontraba, que se me olvidó por completo el trabajo, mi novio, mi casa, mi familia…. Todo, se me olvidó todo. Solo existíamos él y yo juntos, cambiando de color la vida, las horas, el paisaje que nos rodeaba.
Pablo era músico, me prometió que tocaría el saxo para dormirme cada noche y me compondría canciones, vivía en una buhardilla en el centro de la ciudad con su gata. Me confesó que me había estado esperando años, no quería una relación vacía con mujeres que le dejaban con una sensación de pérdida de tiempo, había tenido muchas relaciones de una noche, pero no era eso lo que quería, buscaba el amor de verdad, poder sentir desde el corazón, “no quiero que me quieran”, me decía, “quiero amar y cuando te he visto he sentido un flechazo, durante unos segundos no sabía donde estaba pero te he reconocido, como si te conociera de toda la vida, como si parte de todo esto ya lo hubiera vivido”. Me propuso que viajáramos, que conociéramos el mundo, que él tocaría su música y ganaría dinero para poder irnos a todos los lugares que soñáramos. Que había que soñar y hacer realidad cada sueño. Mientras yo estuviera a su lado, nada sería imposible. Me sentía feliz, cansada, felizmente cansada, y estaba tan relajada, cosa increíble en mi, tanto que me quedé dormida entre sus brazos tumbada en el parque.
Cuando desperté todo había desaparecido, volvía a estar en el autobús con el periódico gratuito entre mis manos, con la boca abierta y una sensación de tristeza, de vacío enorme, todo había sido un sueño, sólo un sueño. Y volvía a una vida gris en un mundo gris. El autobús frenó de golpe, agitándonos a todos, miré en qué parada estábamos y era la 3, miré hacia la puerta y le ví, a él, a Pablo que subía ajeno a todo con su mochila, se sentaba a mi lado, y volvía preguntarme si las gafas de cristal rosa eran mías. Le miré, le sonreí, y le dije sí Pablo son mías, por favor pónmelas y no me las quites jamás.
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