Cuando llegó el Samur ya era demasiado tarde, él había fallecido, ella le miraba con un gesto tierno y una sonrisa amorosa en la cara. Todos estaban consolándola, esperando sus lloros, su rabia y ella simplemente les miro y les dijo, «le ha llegado su hora y se ha ido en paz, todo es perfecto».
Se conocieron en una de esas aplicaciones para ligar. El humor fue el motor capaz de hacer emerger el amor en la distancia, que no en la ausencia. Todo surgió con la broma de organizar su boda, entre risas, complicidad, humor, chispa y diversión. Ambos se engancharon como adolescentes cada noche para escribirse, para ir desvelando cada misterio de la vida del otro, para arrancar confesiones, para despertar curiosidades, para estallar en carcajadas en la soledad de sus habitaciones y sus vidas.
Hasta ese momento eran dos desconocidos, de foto fija e inanimada, abriendo sus corazones. El paso para verse en persona vino de la mano de él, organizó todo para romper la distancia física, no sin la inquietud de correr el riesgo de perder ese manantial de buen humor que compartían.
Cuando él la vio, le pareció que su sonrisa iluminaba el mundo, cuando ella le vio, se dio cuenta de que se derretía por la forma en la qué él la miraba. Y así hablando, hablando, riendo, riendo, se encontraron rompiéndose los esquemas. Abriendo sus mentes a una relación tan inesperada como irresistible. Tan sorprendente como hermosa.
Se reencontraron a un edad madura, a esa edad en la que el cinismo es capaz de enmascarar la amargura. Sin embargo, ellos se relacionaban desde la ilusión de un primer amor, con el respeto como regalo, la empatía, la ternura y la pureza como entrega. Acallando las mentes que les perturbaban desde la razón en la distancia, porque cuando unían sus cuerpos, sus miradas y su piel, las compuertas del corazón se abrían mostrándoles un hermoso arco iris, en otro mundo, en otra realidad, en ese país maravilloso donde el miedo se convierte en amor incondicional.
Habitaban mundos a priori opuestos, él era un ejecutivo estresado y sin vida, ella una pseudo-mística que meditaba y comía ensaladas. Ambos admiraban y respetaban al otro. Ella había salido de esos mundos y era capaz de entender el juego de la presión que soportaba. Él estaba fascinado por descubrir a una mujer radicalmente diferente de las que había conocido antes.
Devoraban el tiempo que pasaban juntos, y como si fueran la droga de ambos, cada vez necesitaban más. Poco tiempo después comenzaron a vivir juntos, reacomodando sus vidas. Fue algo natural, que no se forzó, no se impuso, fluyó, sucedió encajando cada pieza en su lugar.
Ninguno de los dos agobiaba al otro, ninguno restaba, ambos se apoyaban, se cuidaban, respetaban sus momentos, sus espacios, sus silencios. Y ambos regalaban al otro su sentido del humor, su escucha atenta y su entrega amorosa. Nada les gustaba más que estar juntos. Se comunicaban con franqueza, confiaban y se mostraban libres, sin reservas.
Ella era su calma, ese remanso de paz, donde él podía descansar, soltar la presión de la corbata en el cuello y volver a ser él mismo. Él era su galán, su Don Juan, su enamorado tierno, honesto y auténtico, donde ella podía enroscarse feliz y dormir segura.
La vida les sonreía y estaban viviendo una historia de amor tan madura como de quinceañeros. Fueron felices muchos años, compartiéndose, regalándose la empatía y el cariño, crecieron juntos, aprendieron juntos y envejecieron juntos.
Un buen día ella comenzó a toser escupiendo sangre, llevaba meses así sin decir nada. No confiaba en la medicina convencional y no quería ir al médico. El la vio y se asustó. El sí confiaba en ellos. La llevó a urgencias, le hicieron pruebas y los resultados fueron contundentes, metástasis generalizada. No entendían como podía estar aún viva y sin dolor.
El le pidió que siguiera el tratamiento experimental con diferentes quimios y radio, que luchara, que hiciera todo lo que fuera necesario para vivir. Ella le miró y le dijo, «para qué mi amor, para vivir unos días más perdiendo la dignidad, no, yo no quiero vivir así. Simplemente cuando me tenga que ir, me iré. Estaré junto a ti de otra manera».
El la miro y le suplicó que no se fuera antes que él, porque no podría vivir sin ella. Con una sonrisa cómplice, se lo prometió.
Fue su enfermero, su amor, su cuidador, su compañero, su amante en todo momento. Ella se siguió manteniendo estable milagrosamente, sin dolores, ni medicación. Sabía que lo estaba haciendo por él, porque ella tenía que mantenerse fuerte.
Desde que recibieron la noticia, eligieron disfrutar aún más de su vida, intensificar el presente que cada día la vida les regalaba, se fueron de viaje, se entregaron mucho más a estar el uno con el otro, se despidieron de los amigos, de la familia, y de alguna manera sus corazones se unieron aún más.
Aquella mañana él se despertó eufórico, había soñado con su boda, con la que fantaseaban cuando se conocieron pero haciéndola realidad. En cuando abrió los ojos, la abrazó y besó hasta despertarla. Y cuando ella se desperezó, él se arrodilló a los pies de la cama, improvisó un anillo con una de sus pulseras y le pidió que se casara con él. Ella le dijo que sí. Se levantaron, se vistieron y se fueron al registro civil para agilizar los tramites y ver la disponibilidad de las fechas.
Cerraron la fecha más próxima, se abrazaron como dos novios llenos de ilusión, bromearon y le agradeció haberle hecho tan feliz siempre. Al separarse de ese abrazo él cayó desplomado.
Mientras el Samur y los funcionarios se movían agitados a su alrededor, ella miraba como él flotaba a su lado, lejos del cuerpo sin vida, como le sonreía, le guiñaba un ojo, le daba las gracias por haberle esperado y le tendía las manos, para que ella, cuando así lo sintiera le acompañara eternamente.
Es una preciosa historia
Nos alegramos de que te haya gustado. Un fuerte abrazo de amor y luz.
Gracias a ti