La América que yo conocí fue aquella de grandes superficies de terreno virgen, montañas magníficas, praderas, ríos, desiertos y valles. Tierra de oportunidad, ferrocarril y oro. Miraras donde miraras había un gran horizonte por descubrir. Y no he visto un cielo tan hermoso como el de las puestas de sol y los amaneceres.
Mi familia era trabajadora y humilde, tuvo que emigrar a América desde Europa, en busca de sueños, alimento y un futuro para nosotros. Dejando atrás la miseria, enfermedad, muerte y hambre.
Mis padres trabajaban en un rancho grande, mi padre ayudaba con el ganado y mi madre trabajaba en la cocina, ocupábamos una cabaña donde vivíamos mi hermano y yo junto con nuestros padres.
Un día mi hermano y yo estábamos bañándonos en el río, y mi hermano que era más fuerte comenzó a meterme la cabeza debajo del agua, forcejeamos pero él me podía y yo sentía que me estaba ahogando, de repente, alguien gritó «déjale» e inmediatamente mi hermano paró, alcé la cabeza y la ví, como una diosa, la señorita de la casa, la hija mayor, subida en el caballo, montando como un hombre.
Su pelo negro, libre, se mecía al viento, era hermosa y su mirada intensa y fuerte me impresionó, cuando me miró a los ojos fuí incapaz de mantenerle la mirada. Sin decir nada más, salió al galope, mi hermano me dió un golpe en la cabeza y yo seguí mirándola completamente embobado. Yo tenía 10 años y ella tenía 19. Yo era el hijo de un trabajador del rancho y ella era la hija del dueño. Era un amor imposible.
Unos meses más tarde me enteré que se iba a casar con un acaudalado ranchero amigo del padre, un hombre unos cuantos años mayor que ella. Al parecer el padre había apalabrado la boda para ampliar las cabezas de ganado. Se lo oí comentar a mi madre en casa. Yo que no comía, ni dormía desde aquel encuentro en el río, recibí aquella noticia como el fin del mundo. Mi madre estaba preocupada y mi padre que era más práctico me puso a trabajar con él limpiando las cuadras. Pero mi madre tenía como objetivo estudiar a sus hijos, aprendió desde bien pequeña que la diferencia entre prosperar en la vida o no, dependía de la educación y quería que nosotros en América pudiéramos ser libres de elegir nuestro destino.
Terminé mis estudios de Leyes en otro Estado, y volvía a casa con mi título en la mano, lleno de orgullo para compartirlo con mi familia. Había cogido la Diligencia que hacía varias paradas. En una de esas paradas subió una mujer vestida de negro, muy elegante, viajaba sola. Le presté mi mano por si necesitaba ayuda para subir y cuando la miré a los ojos la reconocí. Había enviudado y volvía a la Hacienda para hacerse cargo de la casa, su padre había fallecido unos meses antes que su marido. Estaba aún más hermosa que antes, yo era un hombre joven de cabellos largos y rubios, delgado y con rostro delicado y ella era una mujer rotunda, fuerte, bella, de mirada lejana y altiva.
Aunque todo estaba en mi contra, la cortejé, la cuidé, dediqué mi alma, mis sentidos a arrancar sonrisas de su cara. Cada vez que sonreía me hacía estremecer. Dejaba de ser la mujer fuerte para convertirse en la niña alegre e ingenua que no llegué a conocer. No había tenido una vida fácil, se crió sin madre, con un padre exigente y frío, casada por conveniencia con un hombre mayor, poco afectuoso y de sexualidad dudosa. Comencé a alimentarme con la melodía de su voz, con la alegría de sus carcajadas, con el calor de sus abrazos y el sabor de su cuerpo y contra todo y contra todos nos casamos. Ella borró de mi la idea de no merecerla, de no pertenecer a esa clase social, de ser el hijo de los criados. Y yo borré de ella la carencia tan profunda de amor.
Nacieron cuatro fantásticos hijos, que tuvimos la enorme suerte de ver crecer felices, entre montañas, lagos, caballos y pastos. Mis padres se mudaron con nosotros al rancho, al principio ellos no querían, pero mi mujer les obligó a ocupar el lugar que a ellos les correspondía, y les trató como si de sus padres se tratara.
Envejecimos juntos mirando las hermosas puestas de sol frente al porche, unas veces solos y otras acompañados de hijos o nietos o abuelos. Yo la miraba sintiéndome el hombre más feliz de la tierra, me parecía increíble que ella se hubiera fijado en mi y que estuviéramos juntos. Ella ha sido siempre mi amor imposible. Es entonces cuando ella me miraba a los ojos, me sonreía y me recordaba que para el amor, nada es imposible.
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