COMPAÑERO DE VIAJE

por | Jul 4, 2019 | Relato | 0 Comentarios

Nunca fue un hombre común, nunca un hombre previsible, nunca fue el novio ideal que presentar a tus padres, recibir sus bendiciones y la aprobación cómplice de tu madre, nunca fue el compañero con el que crear rutinas de vida, especialmente las que implican la parte más aburrida, como rellenar la nevera, aspirar los suelos, ordenar los armarios o hacer la cama. Nunca me prometió ser el galán con el que yo fantaseaba en mis sueños. Pero aún así siempre fue, es y será un hombre que estará presente eternamente en mi corazón.

Sobre todas las cosas Alex fue libre, por siempre jamás, rotundamente libre. Con una honestidad a prueba de bombas. Y una fortaleza de carácter como no he conocido otro igual. Nunca perteneció a nadie, nunca se entregó plenamente a nadie, nunca renunció a sí mismo, más allá del egoísmo o el ego, él siempre fue auténtico, veraz. No endulzaba los oídos con palabras bonitas, pero sus actos sí eran coherentes siempre con sus promesas. Fue mi compañero de viaje.

Y sin embargo tengo que confesar que sé que me amó con todos los sentidos, con toda la entrega, la generosidad y la vehemencia, por el amor que sentía por mí, estuvo dispuesto a dejar de lado su libertad y vivir unos años entre los barrotes de la jaula que sin saberlo habíamos creado juntos. Cuando las rutinas se le hacían insostenibles, me sorprendía con un nuevo viaje para los dos. Una nueva aventura. Lo que nos permitió explorar los cinco continentes.

Alex no trabajaba, generaba mucho dinero haciendo inversiones, provenía de una familia acomodada. Y él movía a veces cantidades ingentes de dinero en bolsa, fondos y otras operaciones bursátiles. Vivía en otro mundo, en ese que te permite romper con horarios, jefes, obligaciones, días de vacaciones y reuniones interminables. Creo que nos miraba al resto de los mortales con una profunda compasión, o tal vez mucha lástima.

El primer viaje que hicimos fue el día de mi cumpleaños, me recogió del trabajo, me vendó los ojos, me llevó al aeropuerto, subimos a un avión, me colocó unos tapones en los oídos y me mantuvo sin ver, ni oír hasta que llegamos a destino y nos bajamos del avión en Perú, rumbo a Machu Pichu, con dos mochilas a las espaldas, la mente abierta de par en par, las manos unidas y los besos felices y alegres acariciándonos cómplices durante el trayecto.

Viajar con él implicaba fusionarse con el espacio, con el lugar y con la gente, la idea de viajar en grupo, sacar fotos mientras miras desde tu óptica pasiva y simplista, no entraba dentro de su filosofía. Tener la suerte de conocer nuevas culturas, lenguas, entornos o viajar al pasado de la historia suponía impregnarse de ella de verdad, con consciencia, adentrarse en esos mundos con los cinco sentidos, no pisarlos de puntillas. No era el novio erudito que te ahoga con datos y fechas, era el amante viajero que te apasiona con las historias de esas tierras, y que te hace despertar en latido del lugar dentro de ti.

Si tuviera que definirlo con una palabra sería «apasionado», verdaderamente estaba apasionado por la vida, hiciera lo que hiciera, y esa pasión era como una gran hoguera, con enormes llamas encendidas, la que le hacía levantarse cada mañana para seguir devorando el mundo. Estaba vivo. Estaba lleno de energía. No tenía miedo a nada. Estaba siempre dispuesto a ponerse las botas y comenzar a caminar con el destino soñado entre ceja y ceja. Daba igual donde, daba igual como, daba igual porqué, llegando más allá. Con la capacidad de exprimir el momento, el instante, estaba siempre muy presente hiciera lo que hiciera.

Y esa pasión a medida que pasaban los años, era directamente proporcional al incremento  del nivel de riesgo, cada vez me hacía sentir más alejada de mi zona de confort, pero su seguridad, su vehemencia, su fuerza, me arrastraban con él, a coronar mil y un retos. Cada vez necesitaba sentir más, cada vez más lejos, cada vez más arriesgado. El sabor de la adrenalina es una droga poderosa para estos amantes de la superación que no ven límites, sino oportunidades por alcanzar nuevas metas.

Aquel día me levanté con un dolor muy fuerte en el estómago, náuseas y vómitos, últimamente no me sentaban muy bien las comidas, él quiso quedarse conmigo, pero teníamos alquilada una avioneta de un coleccionista, únicamente disponible ese día y esas dos horas que pilotaría él, para sobrevolar las Black Mountain en Arizona. Estábamos disfrutando de un maravilloso mes de amor y lujo en EEUU haciendo la ruta 66 en un Cadilac rojo descapotable, durmiendo en moteles, comiendo hamburguesas al más puro estilo americano, felices y enamorados.

Le animé a que lo hiciera sin mí, con cierta resistencia se marchó, dejándome con un médico en la habitación. Antes de irse, me sonrió, con esa mirada pícara de niño travieso que ponía cuando algo le ilusionaba y sin venir a cuento me dijo, «no te olvides jamás que eres la mujer de mi vida, te quiero morena». Yo me eché a reír, no era un hombre de grandes cumplidos, sino de actos románticos. Se acercó y me besó abrazándome con fuerza. Fui yo la que rompió ese beso y le dije «vete, disfruta, y luego cuéntamelo todo».

Si tuviéramos la capacidad de ver el futuro, nunca le hubiera dejado irse, ni mucho menos le hubiera animado. Cuántas veces reviví ese día cambiándolo todo en mi cabeza. Fue la última vez que lo vi con vida. Se estrelló con la avioneta en esas maravillosas montañas. En un primer momento me costó mucho encajar su pérdida, me sentía culpable, rota, desolada, estaba muy enfadada con el destino, sobre todo porque el médico confirmó mis sospechas de estar embarazada, fue el momento más feliz, en el día más trágico de mi vida.

Con el paso del tiempo entendí que murió como había vivido, engullendo la vida, devorándola, arrancándole la piel a jirones, sacándole el jugo hasta dejarla seca, disfrutando de una forma tan intensa como inquietante, dandole una vuelta más de tuerca, besando en la boca oscura a la dama negra. El día de su funeral, un amigo suyo me dijo, «Antes o después tenía que pasar. Alex coqueteaba demasiado con la muerte, vivía al límite». Y aunque no me gustó oírlo, tenía toda la razón, yo no quería verlo, podíamos haber muerto los dos juntos en esa avioneta con nuestro bebé, o en otras tantas aventuras que, no sé como salimos ilesos. Antes o después hubiéramos cruzado la línea que separa la sensatez de la locura, esa que separa la buena suerte del drama.

Alex entendió la libertad como la quema de la vida, arrasarla, pasar por ella conduciendo sin frenos; era su forma de vivir, era su forma de ser, era su forma de amar. Y yo, sin que fuera mi forma de vivir, ni de ser, ni de amar, iba corriendo sin aliento tras su sombra, sintiendo el miedo en el paladar y a veces reprochándomelo a mi misma sin hacer nada para cambiarlo. Confundiendo el amor hacia él con la traición hacía mi misma. Él sin duda cedió por mi en muchas cosas y yo sin duda atravesé fronteras peligrosas que nunca volveré tan siquiera a rozar de lejos.

Mi amor, sé que en cierta manera ahora estás cuidando de tu hijo y de mí y cada vez que emprendo un viaje tu presencia acompaña mis pasos, guía mis rutas, impregna mi entusiasmo y me recuerda que la vida está para disfrutarla también a cámara lenta, sorprenderte con ella, vivir con consciencia plena, pero no a la velocidad que no te permita ver las huellas del camino y que sobre todas las cosas no podemos, ni debemos sobrepasar jamás los propios limites, físicos, mentales o emocionales.

Gracias por enseñarme que el amor no es seguir ciegamente, sino respetarse a uno mismo para respetar al otro, en el baile de la entrega, el desapego y por su puesto, la pasión. El precio de esta lección ha sido perderte, pero gracias a eso ahora sí que la he entendido.

 

 

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