«Es una niña», le dijo la mujer y se la mostró con la maestría natural que tenían aquellas mujeres que ayudaban a traer niños al mundo. Él la miró sin una expresión clara, ni alegría, ni tristeza, esa era la marca de la casa, su carencia de emoción, su reserva, su falta de afecto. No se sabía si por falta de empatía real, o porque nadie le había enseñado qué era la ternura y el cariño. Eso sí, siempre correcto, educado, le dio las gracias. Y como no preguntaba, ella le dijo, «su mujer está bien, ha perdido mucha sangre y está agotada, pero está fuera de peligro».
El primer parto se había saldado con la muerte de su primogénito, un niño, con su mujer malherida tras aquel parto de demasiadas horas, tantas, que le parecieron días.
Agradecía las noticias que le estaba dando la matrona, miró a la niña y se vio reflejado en cierta medida, sus ojos y parte de su frente. No la cogió, era un hombre y los hombres no acostumbraban a hacer esas cosas.
Se separó de la niña y de la mujer y se acercó a la cama de matrimonio allí estaba ella, con los ojos cerrados, dormitando. En la cara podía verse aún el sufrimiento, algunas venas de las mejillas se habían roto por el esfuerzo y las cuencas de los ojos habían oscurecido, no obstante seguía estando hermosa. Esperaba no tener muchos más hijos, sin ofender a Dios, evidentemente que vinieran los que Dios quisiera. Pero no se sentía nada cómodo con los partos en su casa. Gritos, sangre, voces, lloros, fluidos densos, demasiado ruido y mucha tensión.
Dios pareció tomar en cuenta sus deseos, porque sólo le dio otra hija más cinco años después. Con un parto más sencillo. Cuando miró a su hija pequeña descubrió la risa alegre de su mujer, pensó lo caprichosa y al mismo tiempo precisa que era la genética.
Un hombre cómodo entre varones y que vivía en la casa con tres mujeres, una de ellas, la suya propia, era quien gobernaba la casa, con puño de hierro, pero hermosa sonrisa y ojos sumisos. Para ser completamente honestos, en su fuero interno él nunca se sintió respetado, aunque lo pareciera, no era quien estaba al mando, no se le tenía en cuenta.
Era ella, con esa habilidad leonina, astuta y despierta, la que siempre se salía con la suya, sin enfrentamientos. El jamás pudo cambiarlo, ni lo intentó, en el interior nunca se sintió merecedor de su amor. Ella siempre estuvo por encima. Por eso la castigaba de la única manera que podía, con su frialdad. Y haciendo gala del control férreo, por no decir miserable, del dinero. Así él la tenía bajo su yugo, y cuando quería apretaba aún más la cadena al cuello.
Ella se casó con él por puro pragmatismo, el amor se lo llevó la guerra por delante, la ilusión la apagó el hambre y los sueños murieron con el miedo. Un día era una adolescente jovial e inocente y al otro una mujer dura, fría, con el corazón escondido junto a unas monedas de oro entre la tierra. Son generaciones que la guerra hizo madurar a golpe de fusil y cuya confianza en el ser humano se perdió entre traiciones y mezquindades.
Ella no eligió ser mujer, tampoco madre y al parecer mucho menos aún esposa. Asumió sus obligaciones con voluntad y grandes dosis de autosuficiencia. Pese a todo, su fuerza era arrolladora y sus deseos de obtener una vida mejor pasaron por encima de todo y de todos. Arrasaron.
Aquella mañana él llegó antes a la casa, era un día frio, de espesa niebla que se instala fría en los huesos, la noche anterior había discutido con su mujer, ella quería comprar ropa nueva a las niñas y él no veía la necesidad, las niñas estaban bien vestidas. No había que gastar dinero, había que pensar en el mañana. Pero su mujer era una caprichosa y una inconsciente. Calamidad, solía nombrarla.
Era él quien trabajaba y debía decidir donde se invertía su dinero. Y desde luego en las estúpidas ropas de mujeres no. Cuando entró en casa comenzó a llamarla, pero ella no dio señales de vida, así que decidió entrar en la cocina que era donde normalmente estaba ella. En el fuego había una cazuela con un potaje a fuego lento. Pero sin rastro de ella. Rebuscó entre las habitaciones y fue cuando reparó al entrar en la suya, que los cajones estaban abiertos y sin su ropa.
Movió la cama, desplazó la baldosa donde guardaba, en secreto, todos sus ahorros dentro de una vieja caja de latón. Sus peores temores le amenazaban, y descubrió que estaba vacía, completamente vacía. Ella se había ido de casa con todo su dinero, su seguridad, su futuro, todo se lo había llevado, y desde luego no pensaba regresar. No podía asimilarlo, ni entenderlo, ni estaba preparado para algo así. Sintió miedo, un miedo hondo, un abismo oscuro ante sus pies.
Antes de que la rabia vomitara sobre él, pudo ver de refilón la insatisfacción de ella, la falta de comunicación de él, las diferencias entre ambos, las llamadas de atención no escuchadas, y pese a todo el profundo amor, devoción y admiración que él sentía y que jamás se había dado el permiso de expresar. Ella se había ido sin saber lo amada que era, nunca lo sabría, no podría ni imaginarlo. Y ahora todo aquello se convertiría en odio.
Comenzó a oír las risas de las niñas que entraban en ese momento en casa, la mayor traía a la más pequeña y estaban llamando a la madre. Cuando vieron a su padre comprendieron que algo no iba bien. Estaba sin estar, sin reacción, blanco como la pared. La habitación estaba desordenada. Como una densa energía la soledad había hecho su aparición ocupando toda la estancia.
La pequeña llamó a la madre sin recibir respuesta, desde el susurro hasta la desesperación. «Mamá se ha ido, no está, nos ha abandonado». La mayor miro a su padre ausente, a su hermana herida y sólo pudo decir, «no somos quiénes para juzgarla, tranquila, todo se arreglará». Se dio cuenta que la felicidad es una elección, cada momento, cada instante, cada día, de uno depende qué camino tomar y la responsabilidad de cómo llevarlo a cabo para acercarse más o menos a ella.
Y comprendieron, todos ellos, que de alguna manera en ese momento sus vidas cambiarían para siempre.
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