UN CHOCOLATE CALIENTE

por | May 23, 2019 | Relato | 0 Comentarios

«Un chocolate caliente, espeso, con nata montada y azúcar morena». El camarero la miró discretamente y le sirvió lo que había pedido acompañado de un bombón helado.

Dos días atrás había despedido a su compañero de vida, su amor, su otra mitad. Llevaban juntos desde los 14 años. En esa misma cafetería, un 3 de diciembre muchos años atrás, le había invitado a un chocolate caliente con un bizcocho de limón, le había entregado una rosa blanca en la mano y le había preguntado si quería ser su novia.

Habían luchado contra la intransigencia del padre de ella, contra los horarios estrictos para verse, contra la distancia al enviarla a estudiar a Estados Unidos para separarles, contra la condena de «ése es poco para tí», contra viento y marea. Y sin embargo, daba igual la barrera que trataran de poner entre ellos, su amor, su compromiso había sido mucho más fuerte.

Se casaron y tuvieron tres hijos. El trabajaba de bombero, era vocacional y además le permitía libertad de horarios, ella tenía un trabajo más exigente y absorbente como directiva en el sector de la banca. Él se hizo cargo de los hijos, de la casa, de las obligaciones del día a día y ella trabajaba.

Él siempre tenía una resplandeciente sonrisa en la cara y una actitud amable y positiva ante la vida, ella arrastraba un resentimiento profundo contra sus padres, contra su infancia, contra si misma, era taciturna, distante y excesivamente racional.

Cuando los niños estaban enfermos, tristes o les pasaba algo siempre buscaban a su padre, él siempre les abrazaba, les escuchaba y les ayudaba a pensar por si mismos. A su madre la veían los fines de semana y era quien les perseguía para hacer sus tareas, les daba órdenes y se enfadaba mucho si las cosas no estaban como ella había pedido, le costaba mucho ser cercana o cariñosa. Era algo que echaba en cara a sus padres, pero era incapaz de llevarlo a cabo con sus hijos.

Él estaba lleno de planes todos juntos, viajar dentro y fuera y del país, hacer picnics en el campo, ir a los parques de atracciones, montar a caballo, divertirse en familia, organizar planes con amigos y llenar la casa de gente. Y a ella solo le apetecía quedarse en casa tranquila, sin bullicio y descansar de la semana, lo más sola y aislada posible. Viajar le parecía bien pero quería ir solo con él. En su fuero interno sentía celos de sus propios hijos, por un lado le quitaban la atención de su marido y por el otro ellos eran mucho más demostrativos con él y poco con ella. Siempre le decía, ya iremos, ya viajaremos, ya quedaremos con los amigos, más adelante.

Siempre pasaba los planes al futuro, lo hacemos en verano, lo dejamos para el año que viene. Siempre postergando planes que por unas cosas y por otras no se llegaban a hacer en familia. Él que la quería mucho, aprendió a aceptar sus ausencias, sin tener que renunciar a sí mismo, así que hacía los planes con sus hijos y con los amigos. Mientras, ella se quedaba en casa huraña y solitaria trabajando.

Él se llevaba a los niños de viaje donde fuera. Conocieron Egipto, fueron a Roma, recorrieron las Islas Canarias, hicieron juntos miles de planes desde acampadas en la sierra hasta un crucero por el Báltico en busca de Papá Noel.

Ella se sentía profundamente sola, frustrada, pero cada vez que emprendían un viaje y querían contar con ella, siempre encontraba una buena excusa o no era el mejor momento.

Y así fueron pasando los años y ella iba aplazándolo todo, “cuando nos jubilemos” decía, los chicos fueron creciendo y los planes cada vez iban transformándose. Su marido era un hombre que amaba la vida de una forma intensa y auténtica. Se llevaba a sus hijos ya mayores con otros amigos, después con novios e incluso ya casados y con sus propios hijos querían compartir viajes con su padre.

Alquilaban barcos y pescaban. Hicieron el Camino de Santiago varias veces y de formas diversas. Viajaron en bici recorriendo ciudades con un grupo de 50 personas. Hicieron rutas en cuatro por cuatro. Alquilaron casas rurales conociendo España y Europa con un montón de amigos. Subieron montañas. Escalaron riscos. Visitaron cuevas. Bajaron rápidos haciendo rafting. Incluso saltaron juntos en paracaídas. Siempre antes de irse de viaje él la animaba a acompañarles. Y ella seguía trabajando, mirándoles como extraños cada vez que salían, prometiendo hacerlo más adelante.

Había sonado el teléfono de su móvil en una reunión, miró la llamada, era su hija, no hizo caso. Después la llamaría cuando terminara, no podía interrumpir la reunión. Al terminar, se quedó hablando con su jefe un buen rato, después atendió los emails, y no se dio cuenta de que el móvil estaba en silencio hasta el final de la jornada. Eran las 22 cuando desde su coche llamó a su hija. “Papá ha muerto”, tuvo que parar el coche para encajar la noticia. No era posible. Esto no podía estar pasando. No se lo creía. No podía ser. No podía hacerle esto.

Había vuelto a la cafetería donde le había pedido que fuera su novia, tratando de ver qué había hecho con su vida, intentando salvar recuerdos, de recuperar a esa chica con la rosa en la mano diciéndole que sí quería ser su novia, había desperdiciado tantos momentos, mirando fuera, hacia un trabajo insatisfactorio en vez de disfrutar dentro o al menos de equilibrar mejor su vida. Tenía tantos planes a la espera, que se sentía enfadaba con la vida, en deuda con ella misma y llena de furia con él por irse, por abandonarla, por dejarla una vez más sola.

No tenía nada, únicamente un trabajo donde cada vez estaba más desplazada, condenada  al ostracismo por la edad, no tenía amigos, los amigos eran de su marido, no tenía una relación fluida con sus hijos, eran unos extraños. Era ya una mujer cercana a los 60 años que no había hecho en su vida nada, excepto trabajar, esconderse en su rutina profesional por miedo a vivir, por miedo a no ser buena madre había descuidado a sus hijos, por miedo a no ser una buena esposa, no había disfrutado del entusiasmo de su marido, por miedo a compartirlo con otros, ella se había aislado en su propia trampa.

La despedida de su marido fue extrañamente alegre, como él había sido y como a él realmente le hubiera gustado. Fueron sus hijos y amigos quienes lo organizaron todo, y fueron también ellos quienes eligieron donde hacerlo, un precioso lugar en la sierra en la que habían ido a acampar muchas veces. Su lugar mágico rociado con sus cenizas. Muchos de los presentes contaron historias sobre él. Y por primera vez ella fue consciente de cuanto había perdido por culpa de su actitud. No pudo culpar a nadie, solo reconocer que era la única responsable de haberse alejado  de lo que más quería.

Escuchó anécdotas de un marido que no conocía, un hombre sorprendente, divertido, íntegro, alegre, capaz de hacer reír a todos y reírse de sí mismo, que la amaba pese a todo, amigo de sus amigos y padre cómplice de sus hijos. Un hombre al que nunca había prestado la atención que merecía, que no supo conocer y que nunca le había dicho cuanto le amaba.

Sentada en ese café, se daba cuenta que ese día, en ese instante había despertado de un letargo, había visto la luz, había tenido la sensación de caída libre, golpeada contra el suelo frío y duro. Ya era demasiado tarde para recuperar el tiempo con él, pero era una segunda oportunidad de recuperarlo con sus hijos, con la vida y sobre todo con ella misma.

Yo la conocí en Nueva York, conectamos de inmediato, era divertida, tenía un enorme sentido del humor. Coincidimos en varias excursiones organizadas y me llamó la atención su alegría y su pasión por la vida. Todo le gustaba, todo lo recibía con entusiasmo, siempre tenía una sonrisa en la cara y unos ojos llenos de ilusión. Cuando me contó su vida, no podía creer que esa mujer tan jovial y llena de energía hubiera pasado tantos años en la sombra de sí misma.

Fue la muerte de su marido que la azotó hasta sentir el vacío en las entrañas y una vez tocado fondo, se liberó. Ahora, prejubilada se dedicaba a “disfrutar de la vida” como ella decía, a viajar, visitar a sus hijos, jugar con sus nietos, agrandar el grupo de amigos, pasear con su “novio” y sentirse viva por primera vez.

«¿Quieres un chocolate caliente? le pregunté. Mejor una Caipiriña, me contestó riendo.

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