LOS A

por | May 11, 2023 | Relato | 0 Comentarios

Le miró con el descaro que le proporcionaban sus altivas coletas rubias, ese descaro que siempre sería su marca de identidad, con cierto aire de desdén ligero le dijo, «aunque no seas lo suficientemente guapo para mí, vas a ser mi novio». Alberto, que no era más que un crio de rodillas sangrientas, pegado a un balón, sonrió con timidez, enamorándola para siempre. A partir de entonces Alberto y Alba y Alba y Alberto, los A, los doble A, los AA, los A2, o como más les apeteciera llamarse se convirtieron en uno.

Ella poseía esa fuerza agresiva y determinante que él necesitaba, él poseía esa ternura, esa alegría natural y esa complacencia que les equilibraba a la perfección. Pese a su juventud, se convirtieron en novios en la temprana adolescencia; aunque nadie hubiera imaginado que esa relación infantil tuviera algún futuro, lo tuvo. Lo hacían todo juntos, iban y venían de ambas casas, se pasaban horas hablando desde los teléfonos fijos, estudiaban juntos, jugaban juntos, gracias a ellos los grupos de amigos dejaron de ser solos chicas o solo chicos y comenzaron a ser mixtos. Siempre juntos.

Fue Alba la que le recomendó hacer la carrera de derecho, era la que tenía más salidas para ambos y les permitía abrir su propio despacho después de formarse con otros abogados más expertos. Alberto más centrado en aquellos años en su pasión por el fútbol no puso ninguna objeción. Él soñaba con ser jugador de fútbol, entrenaba todas las tardes entre semana, ella sentada en las gradas hacia los deberes y estudiaba, después se unía para correr a su lado. Alba era lo suficientemente  práctica y sensata para alimentar su sueño, esperando a que un día él se enfrentara con la realidad.

En uno de los partidos de la liga, en una jugada torpe se le engancharon los tacos en el suelo y se rompió los ligamentos cruzados de la rodilla, le operaron, pero la lesión se complicó de tal manera que nunca volvió a estar al 100%. Ella le cuidó, le sostuvo, le animó y le prometió que le ayudaría a ser el hombre más triunfador del mundo.

Terminaron la carrera y comenzaron a trabajar ambos en un prestigioso bufete de la ciudad, ella había sido la número uno de su promoción y ambos hacían un equipo de trabajo imbatible. Debían ser los mejores, debían ganar mucho dinero. Se mudaron a vivir juntos, un pequeño apartamento para dormir mientras el día pasaba volando en el trabajo, más y más trabajo, más y más horas, más y más dinero. Cambiaron de apartamiento a un gran piso, cambiaron de coche, se compraron la última tecnología del mercado, todo lo último. Planificaron un viaje para recorrer el mundo, pero antes harían realidad su sueño.

Y un día lo hicieron posible, por fin abrieron su propio despacho. Su ritmo de trabajo, se incrementó exponencialmente. Su despacho fue pionero en liderar equipos de jóvenes talentos, en litigios mediáticos que les encumbraban y les hacían facturar más y más; que les procuraban más y más clientes de todas las partes del mundo. Ellos no delegaban, lo controlaban todo, lo supervisaban todo, lo gestionaban todo. «Es la única forma de asegurar un trabajo de calidad» según Alba.

Alberto le preguntaba cuando se iban a casar, cuándo podrían tener hijos, y ella le contestaba, aun no, aún debemos hacerlo crecer más e ingresar más. Y volvía a preguntarle, porque no nos vamos de viaje a dar esa vuelta al mundo, y ella le contestaba, aún no, aún debemos estar en el despacho, no podemos irnos todavía. Y seguían trabajando un año más. Ampliaron el despacho, abrieron dos delegaciones en otras ciudades, cada vez más y más trabajo.

Cuanto más trabajo tenían Alba más brillaba, como si emitiera una gran luz, un gran torrente de energía que contagiaba a todos los que la rodeaban. Mientras la vida pasaba, el trabajo aumentaba, los ingresos crecían y los planes esperaban.

En los pasillos de un juzgado se encontraron con un amigo, a quien no veían hacía tiempo, miró alarmado a Alba y le preguntó si estaba bien, la veía con una notable pérdida de peso. Alberto en ese instante despertó de un sueño cayendo en una pesadilla. Alba mostraba una preocupante delgadez, ojeras, agotamiento y como no había bajado su ritmo el desgaste era evidente, pero él en su vertiginoso ritmo de tantos años avanzando hacia adelante sin frenos, no se había dado cuenta. Las pruebas confirmaron un cáncer linfático, el médico ofreció un tratamiento innovador y ambos estuvieron de acuerdo para probarlo.

A partir de ese momento, ella cambió. Comenzó a explorar su espiritualidad. Alba aprendió a meditar, a disfrutar del silencio, a leer cuanto cayera en su mano sobre crecimiento personal. Su libro de cabecera era El Alquimista, de Paulo Coelho. A compartir sus descubrimientos con Alberto. Se fue alejando del trabajo, de las obligaciones, del dinero. La ingresaron y desde allí fue contactando con viejos amigos, con la familia y saboreando el tiempo que podía con Alberto. Éste seguía con el despacho, tratando de solucionar todo cuanto podía por ella, para ella; por la noche regresaba al hospital para escucharla dormir. Hacia planes para el futuro, cuando ella saliera del hospital. Ella le miraba con una sonrisa tierna, triste, desprendida e infinitamente humana.

Un día reunieron los médicos y Alba a Alberto, ya lo habían probado todo y no estaba funcionando el tratamiento, se había extendido el cáncer a diferentes órganos vitales y la metástasis avanzaba en el cerebro, era cuestión de poco tiempo que su cuerpo resistiera. Alberto les gritaba que no se lo creía, que aún podían hacer mucho más, tenía que haber alguna posibilidad, alguna esperanza. Alba le sonrió y le dijo, «tu y yo siempre hemos sido un gran equipo mi amor, hemos conseguido todo lo que nos hemos propuesto, y ambos siempre nos hemos apoyado, ahora te pido que me apoyes en esto, que me ayudes a morir y me permitas ir en paz. No puedo imaginar estar mejor acompañada en la vida y en la muerte». Las lágrimas de Alberto caían sin consuelo.

Tuvo que salir, saltar las escaleras y seguir corriendo por la puerta, por las calles, por la ciudad. Huir de la realidad. Cuando más lejos llegara, cuanto más distancia recorriera tal vez, solo tal vez podía parar la enfermedad de Alba. Le dolían las piernas, el cuerpo, necesitaba ese sufrimiento, esa adrenalina bombeando su mente para poder dejar de sentir el vacío, el profundo dolor y el miedo. No recordaba el momento en el que todo había cambiado, en el que la caída libre le estaba dejando sin aire, el pánico ahogaba su garganta y aplastaba su pecho. No sabría vivir sin ella. Era todo para él.

Cuanto habían logrado, sus ambiciones, su dinero, su posición social, sus éxitos profesionales, su prestigio no servían para salvar la vida de Alba, para mantenerla junto a él otro año más. El último modelo de coche, el barrio más exclusivo de la ciudad, los recortes de prensa elogiando sus éxitos, todo era nada. Se preguntaba porqué no viajaron, porque no supieron equilibrar el trabajo con el placer, con los amigos, con la familia, con los planes de escapadas de fin de semana. Habían entrado en un círculo en el que no pudieron salir, los devoró. Y ahora ningún logro material le consolaba, sino que le hacía sentir impotente y estúpido.

Al cabo de las horas regresó junto a ella, abatido le dijo que podía contar con él. Iba a apoyarla, a acompañarla siempre, le brindaba su mano, su calor, su amor para que pudiera irse en paz. Quería morir con ella. Ambos lloraban, cada uno arrastraba sus propios fantasmas, pero incluso en esos momentos lo que sentían ambos era amor, su gran amor, leal, intenso, apasionado y eterno amor. Habían sido afortunados de vivirlo, ese tipo de amor solo está destinado a unos pocos. Se abrazaron alma con alma hasta que sus lágrimas se fueron secando lentamente.

Alberto se quedó día y noche con ella durante las dos semanas que se mantuvo con vida, le pidió que se casara con él y ella, como una novia quinceañera le dijo «si» rebosante de ilusión. Ambos prepararon con detalle el viaje alrededor del mundo como si hubieran podido recorrerlo juntos. Y entendieron que su relación había sido tan intensa que los hijos no hubieran tenido cabida. Dos días antes de su muerte, se casaron, fue una ceremonia íntima, algún familiar, pocos amigos, compañeros del despacho y rodeados de las enfermeras, esos pequeños grandes ángeles de sonrisa delicada y consuelo infinito.

El mismo día de su fallecimiento, le dio la mano y le pidió que viviera, que no merecía la pena trabajar tanto, que disfrutara de la vida, que hiciera ese viaje alrededor del mundo y que cuando encontrara una mujer que le despertara el corazón se uniera a ella.

«Yo cuidaré de ti desde otro mundo, te querré siempre, pero necesito que me prometas que vas a vivir por mi y por ti».

«Lo intentaré», le dijo él.

«Eso no me sirve, dime que lo harás, sino no puedo irme».

«Está bien, te lo prometo viviré por los dos».

Se dieron un beso y ella se relajó cerrando los ojos y respirando suave, lento, cada vez más lento, hasta que su respiración se fue apagando con una dulce sonrisa.

Me recomendaron «Los A» para mi divorcio, cuando pregunté por su dueño para que llevara mi caso, me explicaron que llevaba años sin regresar, estaba viviendo en cualquier parte del mundo. De vez en cuando se conectaba para saber que todo iba bien en las oficinas, viajaba, cambiaba de residencia, jugaba al fútbol, hacía surf, meditaba y escribía artículos de crecimiento personal. Había aprendido a disfrutar de la vida, a vivir el presente. Se había vuelto a casar y estaba rodeado de cuatro niños varones, y una hermosa niña de coletas doradas, su dulce y amorosa Alba.

 

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