Me enamoré de él en el primer momento que le vi, era el hombre más arrebatador que había visto en toda mi vida. Todo en él era armonía, belleza, dulzura y al mismo tiempo masculinidad. Le conocí acompañando a mi abuela a recoger tallos y flores, ella era la Chamana de mi tribu y viajábamos durante días para recolectar diferentes plantas que tenían poderes medicinales.
Uno de los días nos adentramos en tierras de otra tribu vecina, como mi abuela era una mujer muy respetada, el jefe de esa tribu nos invitó a pernoctar con ellos, yo estaba al lado de mi abuela sentada frente a una gran hoguera. Me sentía muy orgullosa de ella, yo también iba a ser Chamana, por eso siempre estaba a su lado para aprender el oficio. El jefe de la tribu pronunció un discurso agradeciendo la visita de mi abuela y después lanzó al fuego unas semillas que lo hicieron crepitar con fuerza. Más allá de las llamas, sentí unos ojos clavados en mí, unos ojos negros, intensos, cuando levanté la vista le ví, era muy guapo, pero lo que me desarmó de él fue su mirada, era una mirada llena de ternura. Era alto, fuerte, con los músculos de todo su cuerpo muy desarrollados, reconocí que era un guerrero por las marcas sobre el pecho derecho, ojos negros y profundos, nariz pequeña y recta, labios carnosos y una sonrisa magnética, pelo oscuro, largo. Se levantó y vino directo hacia mi, según se iba acercando creí que se me salía el corazón del pecho, se paró frente a mi y me pareció imponente, me tendió su mano y me invitó a montar a su lado. Cuando un hombre de la tribu te invitaba a montar a caballo, era una declaración de amor, de compromiso, una invitación a ser su compañera de camino. No lo dudé, le acerqué mi mano, me levanté, y fuimos a buscar los caballos para galopar juntos bajo las estrellas. Mi abuela me observaba en silencio, sonriendo, dándome su permiso para irme, ella sabía que ese día cambiaría mi vida, pero no podía advertirme, era mi destino y solo yo debía elegir como vivirlo. Había conocido a mi alma gemela, ambos a un nivel más sutil habíamos acordado reencontrarnos en ese momento y en ese lugar.
Esa noche fui la mujer más feliz de todas las tribus indias que han podido existir, a su lado experimentaba una sensación de plenitud y fuerza que era nueva para mi. Dejaba de ser yo, para ser nosotros, con su primer beso en mis labios sentí como me temblaban las piernas, como todo mi cuerpo se rendía a él. Al amanecer, al pie de las montañas y al borde del río sagrado sacó una flauta de madera de sándalo y comenzó a tocar una melodía embriagadora mientras permanecía completamente hipnotizada, acurrucada en sus piernas. Días más tarde me regaló un tambor, que me había fabricado él, para que juntos pudiéramos tocar las notas de amor más hermosas, él con la flauta y yo con él tambor. En el momento que comencé a tocar el tambor, sentí como me desdoblaba, como accedía a otro espacio y tiempo, para liberar a nuestros animales de poder, el águila era su animal, el jaguar el mío.
Juntos comenzamos a galopar en la vida, a veces era yo quien corría más rápido y tiraba de él, a veces era él y tiraba de mi, pero siempre juntos. A veces me bajaba del caballo y él se bajaba conmigo, esperándome en todo momento, siempre juntos. A veces me acompañaba a recoger plantas, a veces le acompañaba yo a él a explorar nuevos territorios, pero nuestros caballos siempre estaban cerca el uno del otro, siempre juntos. Respetábamos que él fuera guerrero y debiera proteger la tribu y que yo fuera Chamana y debiera sanarla, ambos estábamos orgullosos del otro, nos admirábamos mutuamente, pensábamos en el otro antes que en nosotros mismos. Cada vez que yo tocaba el tambor él me miraba con esa ternura del primer día, cuando él tocaba la flauta yo le miraba con absoluta devoción, sintiéndome transportada. Y cuando juntos tocábamos la flauta y el tambor, el mundo se paraba a nuestro alrededor y solo existía la música que nos mecía. No tuvimos hijos, la madre Tierra y el padre Sol no nos brindaron el honor de ser padres, pero nos teníamos el uno al otro y tampoco necesitábamos más, ni menos. Todo era perfecto, aceptábamos la vida y agradecíamos cada amanecer juntos, cada ocaso juntos.
Una noche mientras dormíamos los hombres blancos nos atacaron, quemaron las tiendas y nos aniquilaron, ancianos, hombres, mujeres y niños, acabaron con todo el poblado, yo ví como le mataban delante de mi, hicieron falta cinco hombres para vencerle, mientras acababan con mi vida entre mis lágrimas y gritos, nos miramos sintiéndonos juntos de nuevo, había ternura en sus ojos y una súplica que decía: «no temas mi amor, déjate ir». Le obedecí y me llené de paz, volvíamos a galopar los dos unidos en otro lugar, en otro estado, pero siempre juntos.
Cuando escuches el sonido de la flauta nativa le sentirás a él, la fuerza, la masculinidad, la ternura, cuando escuches el sonido del tambor me sentirás a mi, la intuición, la pasión, la femineidad. Y mientras escuches cualquiera de esos dos instrumentos chamánicos, sentirás como comienza a galopar tu corazón al ritmo frenético del amor y como el trance te lleva a las tierras dónde sobrevuela el águila, donde corre salvaje el jaguar, un lugar donde podrás experimentar el sabor de la libertad.
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