Caminaba por las calles del barrio viejo de aquella maravillosa ciudad, algo en ella siempre me ha hecho sentir en casa. No tenía prisa, había ido a pasar el fin de semana, hacía muchos años que no volvía a visitarla. Y aún quedaba el aroma en el aire de la última visita que le hice, una visita profesional con sabor a farándula, aderezado con su parte sentimental intensa.
No iba recordando aquellos años, ni aquel mundo, ni mucho menos aquel amor. Solo me dejaba llevar sin rumbo por las calles empedradas, que respiraban elegancia, sobriedad y cálida acogida. Sumida estaba en ese estado de fluidez consciente y a veces inconsciente, cuando un olor me despertó los sentidos, cerca de una pastelería, olía a algo que me resultaba muy familiar, olía a una masa dulce, cerré los ojos y me concentré buscando ese olor en mi cabeza, y lo encontré: olía a rosquillas de anís.
Y allí estaba ella, como una diosa, tan fuerte y a la vez tan delicada, sonriéndome, con su bata de flores mostaza, batiendo los huevos con el azúcar, mezclando la harina, la leche y la ralladura de piel de naranja. Yo la miraba y la admiraba una y otra vez, se desenvolvía de una forma tan grácil en la cocina, no quería que la ayudara, era feliz sólo si me sentaba frente a ella y charlábamos.
De vez en cuando me levantaba y probaba la mezcla, la cogía con un dedo y me la llevaba a la boca, manchándome de harina de arriba a abajo, ella me echaba de su lado, mientras yo me reía y volvía para abrazarla y darle besos. Me devolvía el abrazo alejándome del fuego, evitando que me saltara el aceite, me besaba en la frente y yo me sentía segura, nada malo podía pasarme mientras ella estuviera protegiéndome y entregándome su vida.
Seguía mezclándolo todo logrando una masa más consistente, y cuando la tenía a su gusto, añadía una copita de anís, de una botella que solo sacaba de vez en cuando, rugosa con un mono extraño pintado en la etiqueta. En ese momento me miraba, me pedía que me lavara las manos y me invitaba a hacer formas circulares con la masa, las dos juntas, riéndonos, creando anillos con las manos y fortaleciendo un vinculo único e indestructible con el corazón.
Los años que viví a su lado, me hacia esas rosquillas crujientes, doradas porque me gustaban, y únicamente por eso me las hacía, no se cansaba de hacérmelas. Cuando me fui de casa y regresaba para verla, siempre tenía las rosquillas esperándome, mirando mi cara para sentir como se me iluminaba, esperando que le dijera lo mucho que me gustaban y tuviera o no hambre las devoraba por ella que fue mi madre. Por esa mujer que acogió en su regazo a un bebé de 8 meses con casi 70 años, que se enfrentó a todo por ese bebé, a un marido que esa responsabilidad le pillaba muy cansado, a noches en vela calmando los llantos, a pañales y a biberones.
Por mi, que fui su niña, por mi infancia, por mi adolescencia, por ese presente que se me escapaba entre los dedos aunque creyera que era eterno e inalterable y esos instantes que no volverán, por esa cocina cuyos detalles, algunos de ellos, ya los ha borrado mi mente, por la ternura de sus abrazos, por su mirada llena de orgullo, de amor y complicidad mutua, por sus risas y carcajadas que siempre mientras yo viva estarán aún sonando en mis oídos.
Por su belleza, que para mi era perfecta, jamás sentí que envejeciera, ni se llenara de arrugas, ni que perdiera un ápice de brillo su piel; por sus labios pintados de rojo que dibujaban sonrisas y lanzaban besos, por su manos cuyos dedos estaban deformes por la artrosis y me cogían la mano para guiarme en la vida, por sus ojos color avellana capaces de ver mucho más allá, de revelar todos mis secretos y por la conexión tan especial, que venía de lejos, muy lejos, entre las dos.
Porque no necesitábamos hablar para saber qué pensaba la otra, porque no necesitábamos decirnos lo mucho que nos queríamos, aunque sí lo hiciéramos. Era algo que brotaba del corazón, porque teníamos el mismo sentido del humor, porque ha sido la mujer más fuerte, capaz de todo cuanto se proponía, inteligente, despierta, hábil, brillante, que he conocido jamás, porque nos respetábamos y porque de alguna manera inexplicable ayer y aún hoy seguimos conectadas.
Creo que no te he llorado lo suficiente, pero creo que no tengo suficientes lágrimas para llorarte, que necesito más vidas para poder hacerlo; y que además sé que no quieres mis lágrimas, sino que quieres mi coraje, mi fortaleza, mi autonomía, y que te muestre la luz, el amor, la paz, la serenidad. Sé que estás donde tienes que estar, que viviste con plenitud y que habías llegado al final de tu camino. Que estas bien, con otros propósitos y con otras misiones de vida, que parte de tu calor, de tu energía y de tu profundo amor está y estará siempre conmigo. Gracias. Gracias. Gracias. Mamá, te quiero con toda mi alma, que el amor y la luz iluminen tu ser allá donde te encuentres.
Sentada en la playa de la Concha, mirando el mar, escucho como rompe con fuerza en la orilla arrastrando la espuma y siento el viento frÍo en la cara, mientras me como esas rosquillas que nada tienen que ver con las tuyas, no están tan buenas, pero me ayudan a viajar a ese pasado lleno de pinceladas de mis primeros 16 años a tu lado, aquellas que han conseguido dibujar el esbozo de la mujer que hoy soy.
Estamos llenos de recuerdos, somos enciclopedias de cada experiencia almacenada en nosotros, pero no sé si realmente somos conscientes de la fugacidad del tiempo. La vida es mucho más corta de lo que pensamos y pasa mucho más rápida de lo que nos damos cuenta, somos muy afortunados porque tenemos la capacidad de sentir, porque nuestro corazón late, porque podemos vivir el amor en cualquiera de sus manifestaciones.
Tratemos de vivir cada instante, porque es algo único, que no volverá, si es alegre vamos a exprimirlo, si lo es menos, saquemos lo positivo, la lección que hay detrás, vamos a rodearnos de amor y compartir ese amor por doquier, expresar nuestros sentimientos sin miedo, sin barreras absurdas, sin lastres de ego u orgullo mal entendido, vivir alegres, reírnos, compartir, entregar, agradecer, perdonar, aceptar, fluir, mirar hacia adentro. Vivir de forma consciente, vivir el aquí y el ahora, con la intención de ser cada día un poco más feliz que el día anterior. Y no olvidar que somos mortales y que un día, cualquier día, sin previo aviso tanto nuestros seres queridos como nosotros partiremos de vuelta a la luz.
De tí depende hacer que tu vida merezca la pena ser vivida y aprovechar cada momento con los seres que amas disfrutándolo con intensidad, como si del último se tratara.
0 comentarios