Lunes por la mañana.
Me he despertado con una sensación de pérdida y abandono que no logro despegar de mí.
No ha ocurrido nada en los últimos días que den sentido a esta sensación y sin embargo me ahogan unas intensas ganas de llorar, incluso de vomitar.
¿Pero de vomitar qué? ¿O a quién?
Mi zona abdominal se contrae en señal de miedo e inseguridad. Percibo como mis pies dejan de estar tan sujetos al suelo, como si perdiesen consistencia. Es la forma en que mi cuerpo me muestra mi miedo a estar sola, desenraizándome.
Respiro profundamente, permitiéndome conectar con esta incómoda sensación de angustia.
Reviso de nuevo los últimos dos días.
Y de pronto ahí está.
Aparece una imagen nítida que me provoca un nudo en la garganta. Mis hombros se contraen protegiendo mi corazón.
Y siento cómo esa imagen desata en mí un torrente de miedo, inseguridad, desmerecimiento y angustia que me alejan de mi equilibrio y me bambolean como si fuera una marioneta, sin control, a su merced.
Un encuentro fortuito y aparentemente desprovisto de impacto en mí ha desencadenado una marea de recuerdos inconscientes que creía sanados pero que claramente siguen despertando mis antiguos fantasmas.
¿Soy suficiente? ¿sería capaz de hacerlo sola?
El sentimiento de abandono y soledad invaden mi cuerpo y lo debilitan, bloquean mi mente y capacidad de actuar y de moverme. Me paralizan.
Conozco bien esta parálisis. La he experimentado infinidad de veces en el pasado.
Respiro profundamente de nuevo, conectando conscientemente con El Sol que entra por mi ventana y con La Tierra que me acoge y comienzo a recuperar la calma, poco a poco, suavemente.
Sigo incómoda e intranquila pero me animo a recordar todas esas ocasiones en las que me sentí igual que ahora y en cómo conseguí recuperar fuerzas y trascender mis miedos, en cómo la Vida me sostuvo incluso en los momentos más intensos y me doy cuenta de que he conseguido superar obstáculos que parecían insalvables.
Somos como cebollas, capas y más capas de experiencias sin comprender, sin integrar.
No nos gusta sufrir, no nos gusta experimentar incomodidad o angustia y por eso huimos continuamente de los recuerdos que nos hicieron sentir dolor.
Si cuando experimentamos sufrimiento no lo miramos de frente y no lo sanamos en el instante en que se produce, lo cubrimos con una capa de olvido o de resignación que nos aísla del dolor temporalmente y nos permite seguir avanzando.
Pero cuando menos lo esperamos, la Vida nos muestra que esa herida sigue ahí, en lo más profundo de nuestro Ser, a la espera de ser sanada.
Mirar con valentía y amor esos recuerdos que regresan a nuestro presente nos ayudará a liberarlos.
Cada vez que uno de ellos se activa nos ofrece la oportunidad de observar qué enseñanza nos mostraba y que en aquel momento no comprendimos.
Podemos intentar ver aquella escena con otros ojos, despojados de la ira o de la necesidad de juzgar o juzgarnos.
Y así permitiremos que las emociones asociadas a ese recuerdo se transformen, se aligeren, aliviando nuestro dolor, liberándonos de sus cadenas.
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