La vida es como un gran teatro, cada día cuando amanece levantamos el telón dependiendo de cómo nos sentimos. Podemos hacerlo con mucha energía sobre actuando, o con menos, de modo lánguido y afectado que casi no se nos escucha en el paraíso o gallinero; con más delicadeza sopesando cada movimiento antes de ejecutarlo o entrando como un elefante ebrio en una selecta tienda de cristal de Bohemia; con miedo a lo que encontraremos al otro lado o con la osadía de la ignorancia. Podemos mantener un dialogo en el mejor de los casos, o un eterno monólogo que suele ser lo más habitual, estemos solos o acompañados. Lo que “Yo” digo es más importante que lo que “tu” dices. El soberbio ego hace su aparición estelar. Y pese a que el ego exaltado puede ser un mal común entre bambalinas, eso en el teatro no es posible, sin escuchar al otro no sabes cuando te toca hablar, por eso entramos a destiempo, por eso somos incapaces de amar de forma generosa y empática, nuestra capacidad de dar está supeditada a las expectativas de recibir, por eso no sabemos qué le pasa al que tenemos enfrente, lo que no impide que le juzguemos y le castiguemos.
Elegimos qué careta o máscara es la más adecuada, y perfilamos con la punta muy fina los trazos de nuestra sonrisa, o el grosor de nuestras lágrimas. Impostamos la voz, y la engolamos, cuyo eco produce la única sonoridad de nuestra voz, eso sí, falsa.
Somos una generosa paleta de personajes ficticios dentro de la misma piel. Dependiendo de las creencias, educación, mentalidad, credo, estado de ánimo, vivencias propias o ajenas, elegimos un libreto u otro. Y siempre estamos con ensayos generales e incluso con ensayos a la italiana, repitiendo diálogos sin mover el cuerpo, integrándolos y sintiendo como cada palabra se hace nuestra. Buscando siempre una intención, un logro, un objetivo. Viviendo en el ayer o en el mañana nunca en el hoy y mucho menos en el ahora. Tratando de manipular para salirnos con la nuestra, creyendo ingenuamente que realmente podemos cambiar el discurrir de la vida. Sin dejarnos fluir, aceptar o disfrutar con sencillez.
Hay teatros más modernos, más nuevos, más grandes, más pequeños, más cuidados o teatros que para llegar al escenario tienes que adentrarte en las cavernas. Los hay al aire libre, que como por arte de magia se crean de la nada para la actuación de las 20 horas y después vuelven a desaparecer sin dejar rastro.
Da igual como sea tu método de interpretación si te inspiras en Diderot y solo finges, o lo haces con Stalislavski y te desvives por crear un personaje lo más real posible y al final terminas por creerte lo que estás contando. En cualquiera de los casos estas viviendo en una mentira y ya no es que mientas a los demás, sino que lo más grave es que tratas de hacerlo contigo mismo. Y eso es imposible, al menos sin pagar un alto precio. Sin sentirte vacío, sin experimentar enfermedades en tu organismo, sin notar amargura, a veces tristeza y la mayor parte del tiempo insatisfacción. Hemos dejado de ser reales y de expresar nuestra verdad, sea la que sea, pero la nuestra. Puedes incluso dejarte llevar y ser más marioneta que ser humano. Es más cómodo y más fácil vivir así, pero no has venido a este mundo esperando que otros muevan los hilos de tu vida.
Vivimos en el drama permanente, cuando lo que realmente aspiramos es a ser grandes cómicos. Hacer llorar al público es relativamente fácil recreando las desgracias, pero hacerle reír es francamente difícil, empezando por reírse de uno mismo. Requiere valentía, talento, arte y mucho duende.
Al final del día, cuando te sientas en ese viejo tocador de madera con bombillas blancas encendidas alrededor del espejo, la imagen que se muestra es la tuya, solo, completamente solo, tu y tu reflejo y según vas quitando las capas de maquillaje, los gestos ensayados, las palabras aprendidas, borrando las sonrisas fingidas, eliminando los vicios de tus interpretaciones más sublimes, te vas encontrando contigo mismo, un completo desconocido para el gran público. Con el reencuentro de tu alma, de tu verdadera esencia, desnuda, vulnerable, indefensa, pero real.
Siéntate de vez en cuando en la platea, cuando las luces estén tenues, la música suave y el escenario recién montado, y obsérvate con atención, observa qué personaje estás interpretando, porqué lo haces, para quién y desde cuándo, sin juicios, desde la neutralidad de un espectador pasivo.
Con más prosa, con más verso, con más o menos silencios. Toma conciencia de tus farsas, miedos, corazas, frustraciones, sentimientos oprimidos y vete soltándolo todo, poco a poco, uno a uno, agradeciendo, sintiendo como te vas liberando, cada vez más ligero, más ingrávido e infinitamente más libre.
Dejemos a los teatros clásicos que sean los únicos templos del arte y de las grandes interpretaciones, mientras vives y disfrutas la vida desde tu autenticidad, siendo quien eres, como protagonista indiscutible, con tus luces y tus sombras, desde la mejor versión de ti, sin ansiar las ovaciones de los demás, pero recibiendo los aplausos más importantes: los tuyos.
¡Arriba el telón!
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